viernes, 12 de julio de 2013

Confesiones d eun dibujante

Mis primeras colaboraciones periodísticas fueron en el semanario Momento, en 1951. Luego, a partir de 1952, pasé a Diario de Barcelona, tras una participación en una exposición colectiva de humoristas en la Galería Jaimes.

Alberto del Castillo, hermano del director del periódico con sus imagenes graciosas, primero se lo propuso al dibujante Cluselles, quien había firmado como Nyerra antes de 1936, pero ante su negátiva me lo pidió a mí. Sentí que caía sobre mí una responsabilidad tremenda, pero que tenía que aceptarla por fuerza: incluso aún hoy temo que quede en blanco el espacio que me han confiado. Aunque he logrado salir airoso de tamaño desafío, nunca hubiera imaginado lo duro que resulta. A partir de entonces tuve que observar con mayor atención la ciudad, la vida de los barceloneses, desde una óptica distinta, pese a que siempre me había fijado en esta realidad; también me apliqué a leer con mayor atención los diarios para seguir la actualidad. Pero enseguida descubrí que había una serie de temas que no podía tocar a causa de la censura. Sabía de su existencia, pero jamás me habría imaginado hasta qué punto sería un obstáculo tremendo en mi trabajo. Por ejemplo, no se podía

criticar ni siquiera el caso Di Stefano.

  

Reconozco que si me hubiera hecho una idea exacta del problema de la censura, lo habría aceptado igualmente, porque no dejaba de ser un desafío que tenía su interés vencerlo. Era, además, una gran oportunidad que me habría dejado perder: me pagaban 40 pesetas por dibujo, pero el mayor interés residía en que era una plataforma para darme a conocer. Pese a que procuraba tener reservas, algún día a las 7 de la tarde o más me enteraba de que me habían prohibido el dibujo y no tenía más remedio que trabajar contra reloj y a las 9 de la noche seguía luchando para terminar otro; incluso alguna vez no tuve más remedio que realizarlo en la misma redacción, lo que para mí resultaba terrible, porque siempre se me ha necho muy cuesta arriba trabajar fuera del ambiente de mi taller .

Adopté a veces la táctica de presentar varios dibujos, a sabiendas de que había uno que me lo tenían que prohibir por fuerza, lo que facilitaría que los demás resultaran aprobados al establecerse de una inevitable comparación. Lo peor era que nunca existía una norma clara y orientadora, porque las consignas variaban por días y hasta por horas y también dependía del humor o la mentalidad del censor en cuyas manos caía. Nunca logré acostumbrarme a la censura y siempre me ha indignado mucho. La censura me desencadenaba una sensación de impotencia, entre otras razones porque en esencia es de una arbitrariedad total.

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